sábado, 7 de noviembre de 2009

Pequeñas infamias...

Obnubilado por las ansias de reconocimiento público, su vida se había convertido en una insoportable monotonía. Se levantaba temprano, tomaba su café solo de las mañanas mientras leía el periódico, hacía algo de ejercicio y comenzaba presto lo que él consideraba como obligaciones diarias.

Lo primero que hacía era contestar los emails de los fans, ávidos lectores que le pedían con vehemencia que continuara la interminable saga de libros que había empezado años atrás. Intentando disimular su satisfacción por la evidente pasión de sus fieles, contestaba a todos y cada uno de los emails con una fingida humildad que, por su preconcebida intención, resultaba irritantemente pedante.

Nada más terminar su pequeño paseo de autocomplacencia diario, dispuso todo para escribir el par de artículos que debía enviar al día siguiente sin falta. Ambos los fechó y los guardo en dos carpetas distintas en su escritorio. Una se llamaba Entrega de la semana y la otra Posteridad. Tenía la mala de costumbre de guardar todo aquello que escribía, ya fuera bueno o malo y de fecharlo, además. Su obsesión por la posteridad llegaba a tales extremos que, en sus propios libros, escribía anotaciones a los márgenes, de manera que fuera más fácil para los historiadores analizar su vida y su obra cuando pasara a mejor vida. Su mente retorcida y pagada de sí misma actuaba incluso desde ultratumba.

Ni que decir tiene que conservaba todas y cada una de las grabaciones de su presencia en actos públicos, así como todas las entrevistas y reportajes que de su persona se habían publicado. Se encontraba satisfecho de sí mismo, de su obra y de su fama. Y no era capaz de ocultarlo.

Aquella tarde le llamó su representante. Como siempre, hablaban de esto y de aquello. Algo que no dejaba de ser, bajo su punto de vista, conversaciones mundanas que le acercaban al resto de los mortales. Su representante, un hombre afable con cierta tendencia al piropo fácil y a las alabanzas desmedidas, le dejó caer que su nombre era el mejor situado para aquellos importantes premios literarios que se entregarían en pocos meses. Estaba tan feliz que no pudo siquiera fingir indiferencia y soltó unas de esas grandilocuentes frases que, en ocasiones llegaba a apuntarse en una especie de diario que llevaba en el bolsillo.

Su representante le aseguró que esa misma noche se sabría el nombre y que no se extrañara si recibía una llamada suya a altas horas de la madrugada para darle la enhorabuena. Colgó el teléfono satisfecho, no había otra posibilidad que sentirse un ganador. Y esta vez, ni siquiera era él quien lo decía.

Pero aquella noche el teléfono decidió no sonar. Se quedó dormido en el butacón del salón esperando la llamada que nunca se produjo. Cuando despertó le invadió la aplastante certeza de que era como los demás. La extraña amargura de la mediocridad.

Aquel día su rutina se rompió de golpe y, no sólo no escribió nada, sino que ni siquiera salió de la cama.


“¿Por qué preocuparme de la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?”- Groucho Marx.

2 comentarios:

  1. Bonito relato. Y ahora con más moraleja! :P

    Está muy bien eso de la posteridad y la fama y tal pero con lo bien que se está en casa tranquilito, sin nadie que te dé el coñazo, a tu bola y dedicándote a tus asuntos... De vez en cuando no hace daño pero hay que saber llevarla.

    Yo cuando sea rico y famoso no seré así. Palabra.

    ResponderEliminar
  2. Estoy malo, asi que no puedo pensar.

    P.D. Estos son mis viruses, si no os gustan, tengo mas... :-(

    ResponderEliminar