Se trata pues de una inocencia egoísta, por así decirlo. En nuestra mente las cosas siguen yendo bien, según su curso establecido, porque creemos que así deben ser. Es más o menos el mismo efecto que consiguen algunas películas o series que acaban bien, el recuerdo permanece y, como tratando de perpetuar la felicidad del último instante, nuestro cerebro fabrica el resistente caparazón de la imaginación para proteger a esos amados personajes de cualquier mal.
Esta misma tarde ha venido un antiguo cliente de mi padre preguntando por él para arreglarle unos papeles. Habían pasado unos años desde la última vez que se habían visto, pero recordaba perfectamente la dirección, las horas en las que solía estar en casa e incluso mi nombre. Por eso ha sido un tremendo jarro de agua fría decirle que esta vez mi padre no podría atenderle. Su cara ha cambiado de gesto de inmediato e incluso el pobre se ha echado las manos a la cabeza al oír la noticia. Ha sido un momento cargado de tensión.
A los pocos minutos él se marchaba, habiendo batido el record de disculpas por segundo. Probablemente, cuando se echaba a desandar lo andado se sentía culpable pero, a la vez, maldecía su propia suerte, al no saber ahora a quien recurrir. Yo, mientras cerraba la puerta, trataba de superar la vergüenza inicial de ser la portadora de malas noticias y, a la vez, me daba cuenta de que ya habían pasado cuatro años.
Las cosas habían cambiado y, en parte, sólo siento haber sido el instrumento que ha destrozado de un golpe la ilusión de una persona que inocentemente creía que, pasados los años, las cosas simplemente seguirían siendo iguales.