Si mis cálculos no fallaban, estaba a punto de entrar por la
puerta del despacho. La misma hora de siempre, la misma cara de pocos amigos y
los mismos “buenos días” dichos con desgana. No podía evitar estar nervioso, me imponía su
presencia. El sudor de mis manos estaba empezando a arrugar la carta de
renuncia que había redactado la noche anterior. La dejé sobre la mesa e intenté
tranquilizarme.
Estaba harto de que me endosara casos de segunda categoría y
de tener que confirmar mi asistencia a aburridos cursos universitarios. En
definitiva, a conformarme con las migajas. La falta de estímulos profesionales
me estaba matando. Necesitaba más.
Por fin dieron las 9 y pasó delante de mí como una
exhalación. Hoy tenía prisa. Le detuve antes de que entrara en su despacho:
- Papá, tenemos que hablar.
- Papá, tenemos que hablar.